Martes, 16 de agosto de 2016
Para escribir hay que tener estómago. Hay veces que las palabras están tan anquilosadas dentro que se nos indigestan. Hay palabras muy fúnebres, muy castizas y efímeras que no dejamos huir. Tan solo basta con abrir los ojos que se llevan por dentro para darse cuenta de que sentimientos caducos acaban podridos y se nos olvida que no somos tan asépticos por dentro como intentamos proyectar.
Creo que la admiración que siento hacia mi realmente querida Ana Frank me ha hecho resguardarme bajo mis propias oficinas. Me ha hecho refugiarme de una guerra que he imaginado y que siento tan real que me creo. Ahí fuera hay gente armada hasta los dientes y dispuesta a morir al más mínimo indicio de vulnerabilidad. Sin embargo, a veces me siento como mi propio terrorista. Me infundo miedo con tanta credibilidad que no me queda más remedio que fiarme de mi mismo y aterrarme de mi, de lo que me rodea y hasta de lo que me creo. Así he acabado siendo una persona tan paradójica y endogámica en mi soledad.
Pero parece que hay días que te presionan el botón de autodestrucción desde fuera. Los callos que se te hacen en el alma de tanto camino descalzo de esperanza los liman. Y por fin, no hay más opción que ser vulnerable y andar desarmado, para convertirte en un humano errando que vive el tiempo y las emociones tal y como son. Empiezo a soltar amarres para perderme en este mar, que sin dejar de saberse muerte, se muestra como un reto anacrónico. Ahora hace demasiado calor para andar solo por la calle. El tiempo hará de mi de nuevo lo que era, reinventándome. Solo me queda andar y buscarme unos zapatos cómodos, que me hagan ampollas que no me quede más remedio que aguantar. Solo me queda esperar a que se me hagan y se curen. Y se me hagan, y se curen.
Alberto Puntas.
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