Últimamente no dejo de pensar en un sentimiento que tengo constantemente y que antes pensaba que era agobio o estrés, pero me he dado cuenta de que en realidad no es nada de eso. Es miedo.
Personalmente, por alguna razón, pienso que no dar el máximo de uno mismo es perder una oportunidad, fallar el tiro. Probablemente se podría dividir a todo el mundo en más o menos tres grupos, acudiendo a la generalización: los que compiten contra los demás, los que compiten contra uno mismo y los que no compiten. En mi opinión, competir contra los demás solo genera insatisfacción y antipatía porque siempre va a haber alguien que haga algo mejor que tú, aunque quizás otras cosas no. O incluso que haga todo mejor que tú. Hay gente para todo. Por otro lado, no competir no lo veo como una opción. Creo que sentirse realizado y fuerte en algo es casi fundamental para construir la seguridad en uno mismo. La no competencia no estimula, ni para bien ni para mal, es como mantenerse muerto en el crecimiento personal.
Está claro que defiendo mi postura, pero no creo que sea perfecta. Yo, por ejemplo, pese a que no compito contra nadie, siento una gran insatisfacción cuando algo no me sale todo lo bien que me podría haber salido. Esa frustración que se acumula no es en vano; luego la utilizo para volver a intentarlo hasta conseguirlo. Entran en juego otros factores como la persistencia y la constancia. Esto es ya para jugar en otra liga, porque yo creo que combinados rompen los límites. A mi, en la mayoría de los casos, la frustración me lleva a una batalla entre querer llegar al máximo y demostrarme a mi mismo que lo que nos frena es algo que podemos superar con esfuerzo, y dejarlo para no sufrir en el intento. Esto, que parece una locura, en realidad va detrás de sentirme realizado, satisfecho conmigo mismo, fuerte en algo. En conclusión, sentir que crezco.
Es casi adictivo. Por lo menos para mi. He pasado muchos años recluido en mi interior buscándome, totalmente perdido, sin identidad y con todas las identidades, y en ese periodo de tiempo no he hecho nada más que pensar. Pensando en realidad no se hace nada, porque un pensamiento forma parte de la imaginación, es como una foto en una estantería, algo inútil que te mueve algo por dentro. No son tangibles, no son reales, de hecho solo uno mismo es capaz de verlos. Son casi alucinaciones que nos atrapan y nos hacen creer que todo es verdad en nuestra cabeza y muchas veces mentira ahí fuera. Ese ha sido mi principal hobby y mi principal ocupación. Sin embargo, había uno en concreto que ocupaba mucho mi tiempo. Mientras pensaba no hacía nada, solo intentar dejar de pensar para salir del bucle, y yo sabía que había mil cosas que hacer, se me movían mil cosas por dentro gritándome que había potencial en mi para hacer cosas y divertirme creciendo. Yo, por el contrario, solo me dedicaba a imaginarme como de bueno llegaría a ser dibujando si me lo propusiese, o como de bueno llegaría a ser escribiendo si me pusiese, para luego volver a la realidad y darme de bruces con el hecho de que no duraba más de un par de días practicando para, sumido por la vorágine de narrativas en mi pensamiento y la insatisfacción por la impaciencia, dejarlo. La no competitividad se acomodaba en mi vida para darme espacio a pensar más que a vivir y hacer como que me descubría sin siquiera brindarme la oportunidad de descubrirme ni un poco.
En realidad yo creo que fue en este punto donde la gran guerra comenzó. Era yo contra mi mismo, conocía todas mis debilidades y mis puntos fuertes, y era peligroso, porque podía utilizar unos contra otros a virtud de lo que mis pensamientos dictasen o yo dictase. Esa era la verdadera guerra, mis pensamientos contra mi, lo que parecía real contra lo que era. La persistencia y la fuerza de voluntad se me aparecieron para decirme que sin ellas no era nada, porque cada punto fuerte alcanzaba su punto álgido y desaparecía para dejar que las debilidades fuesen erosionando poco a poco mi voluntad como una gota de agua que martillea sin cesar una piedra, agujereándola agónicamente. No fue una conversación fácil. Sigue sin serlo. Sin embargo, cuando les doy la mano y les pido ayuda, se multiplican mis fuerzas y de repente ocurre lo mágico. La guerra deja de ser guerra y se convierte en una danza donde las debilidades aparecen, y cuando parece que están apunto de ganar se doblegan ante una voluntad inquebrantable que las sujeta de la cintura y las hace girar y bailar. Se vuelve bello y majestuoso, y entonces es cuando escuchas la música que suena de fondo, ves que cada paso tiene un sentido, hay una historia contándose y cada movimiento fluye como el aire que vibra con cada nota. Es un objetivo logrado, un obstáculo superado, y lo que sientes, la danza en su cénit, es satisfacción y la sensación de que si has podido con eso, puedes con todo.
Todas las danzas se acaban, pero esta es especial, porque da paso a la guerra de nuevo. Soy adicto a esta constantes subidas y bajadas de adrenalina, a darme cuenta que de nuevo bailo y no lucho. Últimamente no dejo de pensar en un sentimiento que tengo constantemente y que antes pensaba que era agobio o estrés, pero me he dado cuenta de que en realidad no es nada de eso. Es miedo. Es miedo a que las danzas dejen de aparecer en la guerra para que la brutalidad de la insatisfacción se convierta en la sutileza de la superación. Es miedo al fracaso, miedo a ganar mi inevitable guerra.
Personalmente, por alguna razón, pienso que no dar el máximo de uno mismo es perder una oportunidad, fallar el tiro. Probablemente se podría dividir a todo el mundo en más o menos tres grupos, acudiendo a la generalización: los que compiten contra los demás, los que compiten contra uno mismo y los que no compiten. En mi opinión, competir contra los demás solo genera insatisfacción y antipatía porque siempre va a haber alguien que haga algo mejor que tú, aunque quizás otras cosas no. O incluso que haga todo mejor que tú. Hay gente para todo. Por otro lado, no competir no lo veo como una opción. Creo que sentirse realizado y fuerte en algo es casi fundamental para construir la seguridad en uno mismo. La no competencia no estimula, ni para bien ni para mal, es como mantenerse muerto en el crecimiento personal.
Está claro que defiendo mi postura, pero no creo que sea perfecta. Yo, por ejemplo, pese a que no compito contra nadie, siento una gran insatisfacción cuando algo no me sale todo lo bien que me podría haber salido. Esa frustración que se acumula no es en vano; luego la utilizo para volver a intentarlo hasta conseguirlo. Entran en juego otros factores como la persistencia y la constancia. Esto es ya para jugar en otra liga, porque yo creo que combinados rompen los límites. A mi, en la mayoría de los casos, la frustración me lleva a una batalla entre querer llegar al máximo y demostrarme a mi mismo que lo que nos frena es algo que podemos superar con esfuerzo, y dejarlo para no sufrir en el intento. Esto, que parece una locura, en realidad va detrás de sentirme realizado, satisfecho conmigo mismo, fuerte en algo. En conclusión, sentir que crezco.
Es casi adictivo. Por lo menos para mi. He pasado muchos años recluido en mi interior buscándome, totalmente perdido, sin identidad y con todas las identidades, y en ese periodo de tiempo no he hecho nada más que pensar. Pensando en realidad no se hace nada, porque un pensamiento forma parte de la imaginación, es como una foto en una estantería, algo inútil que te mueve algo por dentro. No son tangibles, no son reales, de hecho solo uno mismo es capaz de verlos. Son casi alucinaciones que nos atrapan y nos hacen creer que todo es verdad en nuestra cabeza y muchas veces mentira ahí fuera. Ese ha sido mi principal hobby y mi principal ocupación. Sin embargo, había uno en concreto que ocupaba mucho mi tiempo. Mientras pensaba no hacía nada, solo intentar dejar de pensar para salir del bucle, y yo sabía que había mil cosas que hacer, se me movían mil cosas por dentro gritándome que había potencial en mi para hacer cosas y divertirme creciendo. Yo, por el contrario, solo me dedicaba a imaginarme como de bueno llegaría a ser dibujando si me lo propusiese, o como de bueno llegaría a ser escribiendo si me pusiese, para luego volver a la realidad y darme de bruces con el hecho de que no duraba más de un par de días practicando para, sumido por la vorágine de narrativas en mi pensamiento y la insatisfacción por la impaciencia, dejarlo. La no competitividad se acomodaba en mi vida para darme espacio a pensar más que a vivir y hacer como que me descubría sin siquiera brindarme la oportunidad de descubrirme ni un poco.
En realidad yo creo que fue en este punto donde la gran guerra comenzó. Era yo contra mi mismo, conocía todas mis debilidades y mis puntos fuertes, y era peligroso, porque podía utilizar unos contra otros a virtud de lo que mis pensamientos dictasen o yo dictase. Esa era la verdadera guerra, mis pensamientos contra mi, lo que parecía real contra lo que era. La persistencia y la fuerza de voluntad se me aparecieron para decirme que sin ellas no era nada, porque cada punto fuerte alcanzaba su punto álgido y desaparecía para dejar que las debilidades fuesen erosionando poco a poco mi voluntad como una gota de agua que martillea sin cesar una piedra, agujereándola agónicamente. No fue una conversación fácil. Sigue sin serlo. Sin embargo, cuando les doy la mano y les pido ayuda, se multiplican mis fuerzas y de repente ocurre lo mágico. La guerra deja de ser guerra y se convierte en una danza donde las debilidades aparecen, y cuando parece que están apunto de ganar se doblegan ante una voluntad inquebrantable que las sujeta de la cintura y las hace girar y bailar. Se vuelve bello y majestuoso, y entonces es cuando escuchas la música que suena de fondo, ves que cada paso tiene un sentido, hay una historia contándose y cada movimiento fluye como el aire que vibra con cada nota. Es un objetivo logrado, un obstáculo superado, y lo que sientes, la danza en su cénit, es satisfacción y la sensación de que si has podido con eso, puedes con todo.
Todas las danzas se acaban, pero esta es especial, porque da paso a la guerra de nuevo. Soy adicto a esta constantes subidas y bajadas de adrenalina, a darme cuenta que de nuevo bailo y no lucho. Últimamente no dejo de pensar en un sentimiento que tengo constantemente y que antes pensaba que era agobio o estrés, pero me he dado cuenta de que en realidad no es nada de eso. Es miedo. Es miedo a que las danzas dejen de aparecer en la guerra para que la brutalidad de la insatisfacción se convierta en la sutileza de la superación. Es miedo al fracaso, miedo a ganar mi inevitable guerra.
Alberto Puntas.
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