En los libros





Su mundo era bastante simple. Siempre lo había sido. Estaba decidido a no ser ambicioso. Ya conocía esa historia. Ambición, crecimiento, éxito, estrés, ansiedad, depresión... Era el coste de tener un lugar clave en los engranajes sociales. Él llevaba una vida sencilla, templada.

Giraba de un pasillo a otro. Seguía sin entenderlo, no lo encontraba. Dio con la pared de aquel salón. Tenía límites pero no entradas. Él apareció allí sin más. A veces se apoyaba en el trozo de pared que hay al final de dos estanterías y miraba hacia delante. El atisbo del otro extremo del pasillo era mínimo. Una distancia infinita le separaba de allí. Esos momentos sí que los disfrutaba. El día a día es una eterna espera complaciente para quien disfruta del silencio.

Cogió otro libro. Un ensayo. Esos le encantaban. Iba sobre la personalidad. “Para quién la tenga, claro” se sonrió. Era tan exigente con los demás como consigo mismo. Le gustaba pedirse respeto, tolerancia y paz. Cuando se alteraba sentía una ansiedad enorme por volver a la paz. Era como si sostuviese en la mano un mando con un botón para detonar un chaleco explosivo. La agitación era como inmolarse y llevarse la calma del mundo consigo. Odiaba las sorpresas, las personas intensas, las redes sociales que ellos habitan y la telebasura.

Siguió buscando. Se tiró al suelo a cuatro patas para buscar en los estantes inferiores de otro pasillo. Le encantaba encontrarse a su marido así. Para él, el blanco y el negro eran la elegancia y la sutilidad. Su marido era, en cambio, una paleta de acuarelas sobre la que se ha derramado un vaso de agua. Un estallido de color sin control. Cuando se mezclaban para volverse uno, se dibujaban juntos en el espacio.

Le encantaban los libros juveniles, donde los sentimientos más fuertes afloran por primera vez y la inexperiencia le da a la inocencia un encanto especial. Cogió uno de otro pasillo. Su marido y él eran jóvenes aún. Todavía mantenían relaciones con la misma frecuencia con la que se quedaban hablando hasta las tantas. Sin embargo, todavía no se explicaba qué veía su marido en medio de tanta seriedad y orden maniático. Pero funcionaba. Le inundó una melancolía dulce, la tristeza feliz de los días grises de invierno acompañado. Siguió buscando, cansado de hacerlo.

Giró varias esquinas, divagando. Tomó uno al azar. Rio a carcajadas. La tristeza no es tan diferente de la alegría. Las dos te mueven, pero la alegría no pide explicaciones. Entonces se tiró al suelo. No había techo en aquel lugar. Miró la negrura con placer íntimo. Se sentía como si hubiese corrido mucho o hubiera llorado después de mucho tiempo.

Tomó otro libro. Era, de nuevo, muy divertido. La solería tenía el tacto fresco y agradable. Hacía días que no dormía o comía pero no había tenido necesidad de hacerlo. Hacía tiempo que no sentía la necesidad de nada. La camisa vaquera le irritaba los pezones. Llevaba sus pitillos oscuros preferidos y unas botas camel. Hacía tiempo que habían pasado de moda pero le daba igual. Le gustaba no sentirse parte de nada.

Otro libro, allí tirado. Le encantaba reírse. En aquella estantería, todos los libros eran divertidos. Su marido le reía todas las bromas. Pensó que no podría haber sido de otra forma. Se levantó y volvió al pasillo de los ensayos. Un libro enorme, lleno de pensamientos que disfrutaba pese a la ansiedad que le inundaba. Tomó otro libro, ocurrió lo mismo. Volviendo a la estantería donde leyó aquel libro de jóvenes, escogió uno al azar. Terminó lleno de melancolía. Qué complicados eran los sentimientos.

Intentó recordar qué buscaba ahora que sabía como. Cayó en la cuenta de que, en el pasillo que atravesaba todas las estanterías, había una trampilla. La abrió y asomó la cabeza. Entonces vio una biblioteca sin fin desde arriba. En medio observo, con satisfacción, un hombre con camisa vaquera, pantalones oscuros y unas botas pasadas de moda asomado a una trampilla.

Alberto Puntas.

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