La isla de las tentaciones ha vuelto en su segunda temporada y yo estoy aquí para verlo. Lo veo por puro entretenimiento, como el resto de reality shows. Mientras que el año pasado había una tendencia en los chicos a ser buenazos y en las chicas a dar por perdida la relación, este año se ha dado la vuelta a la tortilla. Es cierto que podemos mirar a nuestro alrededor y afirmar, en medio de los estertores de una sociedad profundamente machista, que esto escandaliza mucho más. Podemos asustarnos de lo arraigado que está el prejuicio que nos lleva a ver peor a una chica que a un chico cuando ambos buscan sexo, no hablemos ya cuando es fuera de la pareja. Tampoco creo que sea para escandalizarse que un programa en el que se hace un casting de personas de entre veinte a treinta y tantos años, intentando que remuevan emocional y sexualmente a otras personas, esté cargado de físico y presunción y carente de crítica y razonamiento. Sin embargo, hay un encanto subyacente en ver la realidad desde tu sofá sin que te salpique.
Hay una especie de tendencia, un grupo de personas, que son en general moralmente superiores, muy indignadas. Claman que es del todo inaceptable que un programa valga tan solo para entretener y no para el ejercicio de la crítica o la información. Es curioso, porque podemos reconocernos ansiosos y angustiados en momentos de sobreinformación como ha ocurrido, por ejemplo, con la pandemia. No es algo nuevo, Platón o Schopenhauer ya constataban que los placeres mundanos corrompen el espíritu mientras que es el razonamiento y el estímulo del conocimiento lo que lo eleva. Por tanto, es natural que exista esta corriente del pensamiento.
El problema empeora cuando confluye con otra tendencia que emerge empujada por las redes sociales. La cancel culture o cultura del cancelamiento consiste en cancelar a personas que no hacen lo políticamente correcto. Cancelar consiste generalmente en dejar de escuchar todo lo que tenga que decir, dejar de consumir el arte que produzca, en resumen, hacerle el vacío. Esta manera consciente de ejercer presión social da fuerza a la sensación de que la telebasura es dañina, insustancial: hay que cancelarla. Entonces afirman, exacerbados, que los programas como La isla de las tentaciones corrompen la sociedad y normalizan comportamientos que no son los correctos. Todo se agrava cuando van más allá y hablan de que en este programa se intentan transmitir mensajes como “los celos son de personas locas a las que hay que mentir” en lugar de manipulación psicológica o “la monogamia es la única salida” en lugar de la libertad sexual. Incluso se escandalizan porque “la mayoría son blancos” e incluso “predomina la heterosexualidad”.
El meollo de la cuestión está sin duda en imposiciones sociales y morales como son los temas de la manipulación psicológica o la monogamia. Esto es lo común, lo que nos escuece y mide nuestras palabras al hablar. El error está en no respetar que cada cual puede hacer lo que le haga feliz, en la medida en que no haga que los demás sean infelices. Hay equilibrios muy complicados en la naturaleza. No podemos ver con pena a la presa de un depredador, por muy amarga que se nos haga la muerte. No podemos ver con pena la tala de un árbol muerto, por muy penosa que se nos haga la deforestación. Hay procesos que pertenecen al equilibrio, como elegir ser monógamo con otra persona que también lo elija, tener una opinión propia o elegir ver La isla de las tentaciones por estar harto de informativos y reportajes. Hay algo bonito en aceptar que, mientras no hagas un daño irreparable a alguien, todos tenemos derecho a decidir y tener problemas. Viene ahora la paradoja, ¿podemos cancelar la cancel culture? No creo que sea necesario, gracias a ellos ahora la gente piensa (en voz alta).
Alberto Puntas.
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